Revista Sinfuturo

Reseña a Sin remitente: Tríadas de epístolas, de Amapola Fuentes


 

Seré honesto. Podría disfrazar estas líneas con un academicismo o una objetividad que nunca me ha correspondido, pero sería ridículo. Estoy reseñando el libro de un amigo, y por respeto a esa escritura tan cruda y confesional que ha cultivado durante años, lo mínimo que le debo es hablar con la misma crudeza. Lo digo de entrada: jamás leería por voluntad propia un libro autobiográfico, y menos aún si viene de alguien que conozco personalmente. Prefiero mantener la distancia, evitar la incomodidad de invadir, o peor, ser invadido por una intimidad que no me pertenece. Pero con Sin remitente hice la excepción. Y puedo afirmar con seguridad que no me arrepiento.

La razón de por qué no soy fan de la literatura intimista, y más bien la evito, es porque incomoda -en el peor sentido de la palabra- cuando un autor se desnuda demasiado, porque casi siempre detrás hay una coartada de autoindulgencia. Pero Amapola hace lo contrario: se expone para dinamitar la indulgencia. La autobiografía no es excusa, sino método quirúrgico. Lo íntimo aquí no se reduce a la terapia personal, sino que se convierte en una arqueología del linaje, en un diálogo con fantasmas familiares que cargan traumas genéticos, violencias estructurales, migraciones forzadas y carencias transmitidas como si fueran reliquias.

Este libro es una alquimia brutal: el autor da inicio escarbando en la tierra de los muertos, recoge lo que queda y lo lanza como espejo para los vivos. En las “Cartas a la abuela desconocida”, Amapola convierte la Población 23 de enero en un territorio fundacional, donde la carencia no es un estigma sino una herencia que da forma a la identidad. Empezar a leer esas páginas produce la sensación de estar invadiendo algo privado. Mucho más privado que un diario de vida: una plegaria que no nos estaba destinada. Incomoda, sí, pero en el buen sentido de la palabra. Allí radica su fuerza: esta incomodidad que no proviene de la autoindulgencia arrastra al lector, obligándolo a participar de una intimidad que es marcadamente colectiva.

En ese sentido, los fragmentos filosóficos que se cuelan (“¿Morir, como acción causal, acaba en liberación? ¿El no-ser puede ser liberación?”) funcionan como el núcleo de un proyecto literario que interroga la vida y la muerte desde la experiencia encarnada. 

Leer Sin remitente es sentirte invadido por una genealogía que no es la tuya. Como lector, uno no sólo se pregunta por la abuela Tencha, la madre enferma, el amor vuelto ceniza. Uno se pregunta también por la propia herencia: ¿Qué tanto de lo que nos constituye está tejido desde lo que callaron nuestros muertos? ¿Cuánta historia existe en nuestro propio metro cuadrado?; ese es un ejercicio digno de replicarse, y que inevitablemente conduce a sorpresas y revelaciones dolorosas.

Lo más fácil sería elogiar la honestidad del libro. Pero no alcanza: es un texto descarnado y excesivo, como toda obra que no teme a la vulnerabilidad. Al terminarlo, uno no sabe si agradecerle al autor o pedirle disculpas por haber leído lo que quizá no debíamos. Y en esa tensión, en ese borde, radica su atractivo.

 

 

Por Belferith.


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