Revista Sinfuturo

EL ULTRATELÉFONO por Pablo Jacinto Carrazana


El ultrateléfono

—¿Papá? — He soñado que tu damajuana

está crecida como el Tupungato;

aún contiene tu cólera

Alfonsina Storni

Cuando tuve que elegir, elegí a mamá. Por eso el viejo dejó de dirigirme la palabra. Después pasó lo que pasó. Igual ellos aún se hablan o eso es lo que me dice mamá, es que a veces no le creo. Un mensaje ocasional, cada tanto, pero solamente entre él y ella o ella y él, a mí me dejan afuera siempre. Pero yo lo prefiero así. El viejo ya no me habla y puede que un poco de culpa me dé. En ese momento, cuando aquello ocurrió pensé que actuaba bien pero si ahora tuviera que volver a elegir creo que lo pensaría dos veces. Además ayer mamá volvió a asustar nuevamente a una de mis invitadas. Está bien, quizás sea mi error por no avisar que alguien como ella puede deambular por la casa a altas horas de la madrugada pero es que esa es la única forma de hacer que mi vida sea un poco más normal, ocultar a mamá.

Se llamaba Irma. Mamá se la encontró en la cocina y así sin aviso ni preámbulos me quedé sin cita. Un fantasma decía Irma aterrorizada. Irmita, con lo que me había costado hacer que viniera a casa. Al principio las charlas eran densas, casi huecas, protocolares. Pero después fueron extendiéndose. Del trabajo a un café, del café a cenar algo y después sí, finalmente a mi hogar. Con el miedo que me daba invitarla. Siempre tengo miedo al invitar personas. No sea que se encuentren a mamá y ella empiece a hablar sobre el viejo, que lo extraña, que lo espera y por eso se toma la molestia de cocinarle todas las noches. Estaba seguro de que nada raro ocurriría pero Irma baja en la madrugada, a buscar algo para tomar y la ve a mamá con su cara blanca y enorme como un fantasma hogareño. Mamá igual siempre es respetuosa, la saluda, la invita a sentarse, pero Irma no entiende nada. Sigue asustada. ¿Qué hace esa señora acá? ¿Quién es? ¿Para quién cocina? Yo le explico a Irma, con paciencia, con la paciencia que ya no tengo con mamá, que ella es la dueña y que en realidad yo soy su inquilino. Igual Irma hace como si no me escuchara y decide marcharse. En cambio mamá, un poco me molesta que mamá siga ahí, como un moscardón, zumbando.

—No mamá. El viejo no va a venir. Se fue y ya no vuelve. ¿Te acordás?

—Sí sí. En cualquier momento llega.

—Pero no má. Ya es tarde, vamos a acostarnos.

—No. Las cosas tienen que estar listas para cuando él toque timbre. Seguro llega cansado.

—No má. ¿Además cuándo te avisó que venía?

—Ayer. Ayer mismo. Escuché su voz por el ultrateléfono.

Mamá le dice ultrateléfono al teléfono gris de disco. Dice que con ese aparato no importa lo lejos que esté la otra persona, siempre van a poder comunicarse. Cada vez que el viejo la atiende yo estoy en el trabajo o en algún otro cuarto. Ella dice que me manda saludos pero no sé qué pensar. Supongo que fueron muchos años y nadie olvida a nadie así como así. La situación me inunda de melancolía. ¿Por qué elegí a mamá esa tarde?¿Por qué mejor no me quedé callado sin moverme? Quizás hubiese terminado en una mejor situación, un panorama más prometedor y no la locura en la que me hundo cada día con lentitud de cuentagotas.

Voy en busca de los cigarrillos al cuarto y escucho en la cocina el desorden de ollas y sartenes. Desde que pasó aquello mamá se empeña en cocinar tortas y postres. Siempre elige el mismo horario. Quiebra el silencio de la madrugada con el tintinear de los utensilios y los bowls que acarrea de acá para allá. Realiza su labor en el transcurso de la noche. Verla moverse así me genera desazón. Igual ni bien el sol comienza a despuntar sus movimientos se vuelven más letárgicos, más cansados. Si estoy de buen humor la dejo hacer, que desordene lo que ella quiera, que termine por agotar esa batería extraña que la mantiene atada a este mundo. Total al final es su casa y prefiero que un poco se mueva a que esté tirada en la cama a lo largo del día, mientras mira la televisión con ojos vacíos. En cambio, si no estoy en un buen día, me siento en el comedor y fumo cigarro tras cigarro mientras espero que aparezca a través de la puerta. Es mi manera de entretenerme en esa angustia que me genera verla así, como en trance. Hay un ángulo en el comedor en donde es posible tener buena visión de la cocina, si se deja la puerta abierta. Me ubico allí y comienzo a escuchar los sonidos, uno tras otro mientras cada tanto mamá aparece recortada por el marco de la puerta que no se cierra. Arrastra sus pies y camina un poco encorvada pero se mueve de izquierda a derecha en una danza extraña que me hace pensar una y otra vez en esta situación de la cual todavía no logro escapar. Y encima la culpa por no hablar con el viejo que se me sube a la espalda. Si durante un tiempo largo mamá no me ve, comienza a buscarme. Por eso es que desde el comedor le hablo.

—Alfreditoooo— grita con su voz gastada. —¿Dónde estás?

—Acá estoy má. Donde más voy a estar si no.

—Alfredito vos todavía me querés, ¿no?

—Sí má, yo te quiero mucho.

—¿Y a papá también?

—Sí a papá también. Pero acordate que a mí ya no me habla.

—Si hoy viene pueden hacer las paces.

La charla me pone un poco nervioso. Igual le contesto. Para que no se alborote. Pero no puedo dejar de pensar en el viejo y su ausencia, y en la familia rara que me tocó. Las cosas ocurrieron sin que me diera cuenta. Igual la familia, si es que lo que teníamos podía llamarse así, ya estaba rota. Nunca fuimos verdaderamente felices. ¿No hay manera de cambiar el pasado? Evitar algún evento quizás pueda transformar la situación pero ya es tarde. Enciendo otro cigarrillo mientras ella sigue con su barullo y pienso en Irma. Como Leonor, como Albertina, también terminó por marcharse. Con ella hubiese podido ser diferente. Estoy seguro. Algo había en sus ojos que me lo decía. Era cuestión de tiempo nomás. Únicamente tenía que encontrar la forma de contarle sobre mi vida estos últimos años, sin que se alarmara. Y después viviríamos contentos, podríamos cuidar entre los dos a mamá. Pero el plan ocurrió de la peor forma posible y ahora estoy acá solo en el comedor.

En la ventana el sol empieza a despuntar con timidez y mamá se da cuenta. El ajetreo que hace al caminar se vuelve más pausado. Una calma irrumpe en el espacio de la cocina que es como su trinchera mientras yo la miro desde el comedor. El humo que un poco me tapa los ojos me hace pensar que soy una especie de sobreviviente. Es como si una parte de la casa se hubiera derrumbado y yo estuviera solo, parado entre los escombros y el polvo que vuela mientras miro a mamá. En esos momentos en donde se vuelve más tranquila es en donde piensa en el viejo con más intensidad. Ella cree que va a llegar. Son varios minutos en donde pregunta por él y mira el ultrateléfono, a la espera de que suene. Luego tiene sueño y me pide que la acompañe al cuarto. Mientras camino a su lado contesto cualquier pregunta que me haga. También me pide que suba el aparato  y me dice que deje las cosas preparadas por si el viejo llega de repente. Yo sonrío. No puedo hacer otra cosa más que sonreírle. La dejo en su cama y cierro la puerta evitando hacer el menor ruido. Después en la cocina comienzo a ordenar el desastre que ocasionó. La torta por lo menos está buena. Desayuno una porción para sacarme el gusto a tabaco, antes de ir al trabajo, mientras tomo unos mates. Seguramente me encuentre a Irma. ¿Qué le voy a decir?¿Qué le habrá contado ella al resto?

Bajo el agua caliente de la ducha vuelvo a pensar en las decisiones. ¿Por qué elegí a mamá?¿Si hubiese elegido al viejo sería distinto? Pero el viejo estaba loco. Es ella o yo, gritaba con su voz de trueno mientras sostenía el arma en su mano temblorosa. Apuntaba hacia su cabeza y después apuntaba hacia mamá. Yo no aguantaba más las discusiones ni sus ataques. Cuando no estaba en la casa las cosas marchaban un poco más relajadas. No recuerdo qué fue lo que dije, quizás hasta nunca haya dicho nada. Después paf, el estruendo. El viejo muerto en el suelo por el golpe que le había dado con la Essen de mamá, la más pesada. Lo enterramos en el patiecito, donde ahora está el limonero. Después mamá empezó a levantarse en las noches, y fue cuestión de días para que empezara a cocinar y a comentar que lo esperaba. Meses más tarde encontró el teléfono gris en el cuarto del viejo. Decía que era su ultrateléfono y que a través de ese aparato se comunicaban. Pobre mamá. Por suerte ese aparato está roto, no tiene línea, nunca nadie llama. Igual a veces tengo miedo de que suene. De que me hable el viejo, que su voz profunda se dirija hacia mí  y quiera reprocharme algo.

                                                                                                    Pablo Jacinto Carrazana

 

ARGENTINA, BUENOS AIRES, 1992. 33 años.

Profesor de lengua y literatura de nivel medio y superior.

Asesor editorial en editorial de poesía TIEMPO DE PARQUE.

IG: @jacinto.pbl

 

Quien escribe, escribe, todos los días, un poco, a ritmo de caracol o con el impetú de una tormenta. No porque quiera ensalzarse en el ego y sus vericuetos, sino por un impulso más misterioso. Aquel que un día lo llevó a hojear un libro y no separarse más de ellos. Entonces, quien escribe, escribe por una obsesión (¿quién no tiene una?) y desea vencer el tedio de los días, y el tiempo muerto entre el trabajo. Porque como dijo un poeta: trabajar cansa, pero escribir, por suerte, no cansa, sino todo lo contrario.

 


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